Por Oscar López Reyes
Conversar por teléfono una sarta de tonterías, trivialidades y vacuencias, entraña un desperdicio de tiempo y un alto costo, y estar incomunicado puede acelerar la muerte de un hijo, un pariente cercano o un amigo, o perder una oportunidad de vida: el anuncio de un premio, un proyecto, empleo o comunicación con una figura prominente.
Les contaré una historia triste acontecida en el 2011. Un sábado a las 5 de la madrugada me abrieron la puerta principal de un cementerio de la capital, como en ocasiones anteriores, antes de integrarme a mis labores educativas, a las 8 de la mañana. A unos 600 metros, en la oscuridad estacioné mi vehículo -sin ninguna compañía- a la ribera de la tumba de mis padres, Ernesto López y Andrea Reyes.
El mutismo y el sosiego se sentían en las catacumbas donde perpetuamente dormían los difuntos. La penumbra impedía la visibilidad de las inscripciones de las lápidas y en la negrura se veían flores cortadas y las losas de hormigón yacían cuasi momificadas en capillas sin cirios encendidos.
Al frente del monumento fúnebre de mis progenitores recientemente habían construido un pequeño mausoleo. Cuando me desmonté del automóvil, en su centro observé a un caballero sentado a la orilla de la tumba principal. Estaba enrejado, y no había ningún vehículo en los alrededores. No se movía. Tenía los ojos abiertos, y no parpadeaba. Al percatarse de que yo no le apeaba la vista de encima, me dijo: “Sí, estoy cuidando la tumba de mi príncipe”, y entramos en un diálogo.
En la conversación en ese hogar perenne, mirando cruces sacramentales, me reveló que durante la noche no había podido conciliar el sueño y que, para la serenidad de su alma, optó por trasladarse al camposanto, para estar al lado de su criatura a la misma hora en que se desplazó hacia el infinito: las 5 de la madrugada.
En esa plática con un extraño abatido sensiblemente, apareció la luz natural, y entonces prendí una vela en el altar del panteón de mi madre y mi padre. Me despedí del Don, que siguió quieto en la banqueta de bloks de la otra necrópolis, contiguo a la sepultura de su príncipe. ¿A qué hora habría terminado su peregrinación?
Manejando en el camino hacia la universidad, de la interviú extraje esta conclusión: a eso de las 9 de una noche, el jovencito salió en la camioneta de su padre a buscar a unos amigos para pasear, y en unos minutos chocó con un poste eléctrico y fue conducido grave a un hospital, desde donde marcaron el teléfono de la casa y el celular del ascendiente, para requerir la presencia de un familiar.
Las llamadas fueron insistentes durante toda la noche, porque se necesitaba sangre y los dos teléfonos estaban apagados, para dormir tranquilos. En las primeras horas de la mañana, desde la casa devolvieron el mensaje al hospital, pero hacía una hora que el universitario de término había fallecido, por falta del líquido orgánico.
Un dolor profundo se apoderó de los padres, por un sentimiento de culpa, y ambos perdieron el equilibrio emocional y psíquico, y varios años después el tratamiento psiquiátrico no les había regresado su salud ni la paz interior. En otra madrugada, antes del año, en la afuera de un nicho sencillo del citado panteón leí el nombre de una dama. Y hace unos días contemplé -sin las siluetas del progenitor decaído- las dos cárcavas originales con la discreción del 2011 y el 2012.
Crece cada día el número de personas que no hacen caso a timbrazos irreconocibles, por temor a una estafa o a una molestia, porque no le inspira confianza, huyéndoles a deudores y porque creen que su pareja celosa quiere ubicarlo a través de un tercer número.
Prevención: llamadas telefónicas no registradas pueden ser para informarles sobre desgracias de parientes, por requerimientos en un hospital, la Fiscalía o la Policía; para tratarle sobre la asignación de un contrato, un proyecto u otro negocio; para comunicarles que se ha sacado un premio y, por qué no, lo está llamando el presidente de la República.
Los que se desconectan para que no los molesten o despierten, jamás reciben llamadas desconocidas o cambian permanentemente sus números telefónicos, sepan que no podrán salvar vidas, ni siquiera las de sus seres más queridos. ¡Qué esta breve narración les sirva de advertencia!
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El autor es periodista-mercadólogo, escritor, artículista de El Nacional y expresidente del Colegio Dominicano de Periodistas
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