Por Oscar López Reyes
El inversionista y filántropo Nicolás Berggruen ha amasado una fortuna neta de 3 mil 200 millones de dólares, comprando empresas quebradas para reorganizarlas y comercializando bonos en Wall Street. Y hace más de una década que vendió su mansión en una isla privilegiada en Florida y su condominio de lujo en Nueva York, para vivir en hoteles, como un retozón.
Nicolás Berggruen (10 de agosto de 1961, Paris, Francia), creador y presidente de la empresa de inversión Berggruen Holdins, también se desprendió de propiedades y obras de arte recibidas de su progenitor, Heinz Berggruen, fundador del Museo Berggruen de Berlín, capital de Alemania. Por gestación subrogada o “vientre de alquiler”, su vástago Nicolás cuenta con dos hijos: Olympia y Alexander Berggruen, y con un hermano: Oliver.
Jovencito se mudó de París a Londres y luego a Nueva York, en cuya universidad oficial estudió arte y ciencia, y donde fijó su residencia, para llevar con orgullo una doble nacionalidad, alemana y estadounidense. Además de este Estado norteamericano, su corporación de inversiones financieras e inmobiliarias y de alto riesgo regentea oficinas con edificios propios en Portland, Oregón, Albany, Berlín, Estambul, Tel Aviv, Bombay y en cuatro continentes. Aclara que “Yo no heredé una fortuna, la amasé con mis manos”.
Este “homoless” (personas sin hogar), que trabaja en tópicos de gobernanza, igualmente vendió el único vehículo que poseía, porque después de tener ese gran caudal llegó a la conclusión que para él ya no tiene ningún atractivo vivir en la opulencia y estar en la lista de los hombres más ricos del mundo. Tampoco le interesa exhibir un reloj pulsera.
A los 14 años de edad fue expulsado del elitista centro suizo Le Rosey, por no querer conversar en inglés, en virtud de que, señalaba, se trataba del idioma del imperialismo. Luego fue internado en un monasterio de Jesuitas en Francia, donde tampoco se acopló, y al descubrir su padre la inclinación de su hijo por los negocios, le prestó 250 mil pesos, que invirtió en acciones y bonos.
En 1985, cuando en Estados Unidos se registró la mayor quiebra empresarial desde 1932 y, a su vez, la más expedita oportunidad para compras inmobiliarias, adquirió propiedades en Manhattan y Berlín. Y prefirió abrazarse a las compañías en peligro, las financiaciones filantrópicas y resguardar la democracia a través de un instituto, especialmente en Europa, a cuyo fin creó un consejo para el futuro de las 27 naciones que integran la unión.
Este multimillonario “atípico”, “excéntrico” y “extraño” está haciendo inversiones en proyectos destinados a revivir ciudades en decadencia en Nueva Jersey, India, Turquía e Israel, y planea dejar su patrimonio a una fundación personal, a un museo de arte y a su instituto, que en el 2016 le donó 500 millones de dólares para su labor de gobernanza. Otros regalos han sido 500 millones de dólares a la Universidad de Oregón, para crear un centro de investigación científica y la Universidad de Stanford, para becas destinadas al liderazgo.
Este magnate sostiene, sin rodeos ni sutilezas, que lo más relevante en la vida no es tener riqueza, sino participar en cosas que perduren, y que dejen gratos recuerdos.
Categóricamente, los excesos empalagan y dañan. Nicolás Berggruen demuestra, nueva vez, que el dinero en demasía no concede felicidad, y que las obras benéficas otorgan más reconocimiento y dejan huellas para la historia. El ejemplo brilla con elocuencia…
Este mensaje ha de servir de sombrero a aquellos que buscan enfermedades con sus ambiciones monetarias, que persiguen la destrucción de sus imágenes y las cárceles en cortos o largos períodos; deshonran a sus familias y llaman a la muerte física los que andan detrás del dinero proveniente de las arcas del Estado y de cuevas mugrientas.
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El autor es periodista-mercadólogo, escritor, artículista de El Nacional y expresidente del Colegio Dominicano de Periodistas.
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