Manzanillo, Montecristi.- La comunidad exige al director ejecutivo de INAPA y al presidente de la República cuatro medidas concretas y urgentes: la puesta en marcha inmediata del sistema construido, un acuerdo formal de caudal asignado, un nuevo modelo de gobernanza hídrica y el cambio urgente de la tapa metálica del tanque elevado.
«El Imperio Bananero» y su red perfecta: el acueducto de la Grenada Company.
Cuando la subsidiaria de United Fruit desembarcó en la Bahía de Manzanillo a mediados de los años 40, no solo sembró banano; construyó una moderna ciudad industrial, al estilo de cualquier ciudad de EE. UU., con agua las veinticuatro horas.
Dos bombas de 40 L/s extraían líquido de la laguna Saladilla, lo aireaban, filtraban y cloraban antes de enviarlo por una línea de acero de ocho pulgadas hasta un depósito de hormigón de 600 m³ en “El Cerro”.
La presión alimentaba casas, talleres, puerto y hospital; los bateyes recibían hidrantes cada doscientos metros.
El agua, según los archivos sanitarios, podía beberse “directamente de la llave sin temor”.
El servicio era tan estable que el club social, el campo de golf y las locomotoras refrigeradas dependían de él sin generadores de respaldo.
Bajo aquella infraestructura se forjó un modelo urbano poco común en la región del Cibao: todas las viviendas del personal contaban con baño interior, un lujo impensable en pueblos vecinos.
El suministro continuo atrajo médicos, técnicos, profesores y profesionales de todos los niveles, generando el índice de alfabetización más alto del noroeste durante los años 50.
La eficacia del sistema radicaba en una operación vertical: la compañía controlaba desde la captación hasta el cloro; cualquier avería se resolvía en horas con repuestos importados.
Esa hegemonía técnica explica por qué la población recordaría la era bananera como la única etapa en la que “el agua sobraba” y la fiebre tifoidea quedó prácticamente erradicada.
Del esplendor al abandono: la retirada de la empresa y el primer golpe al acceso confiable al agua.
La retirada definitiva de la Grenada Company en 1966 dejó el acueducto intacto, pero sin dueño responsable.
Durante la década siguiente, el Estado se limitó a operar las bombas sin presupuesto de renovación ni corrosímetro; las tolas interiores del tanque comenzaron a oxidarse, las válvulas se trabaron y la tubería costera se agrietó por la intrusión salina.
Lo que había sido un símbolo de modernidad se transformó en un sistema frágil que funcionaba solo cuando el operador encontraba repuestos de segunda mano.
El vacío empresarial también diluyó la cultura de mantenimiento preventivo: los registros de operación diaria se perdieron y la cloración pasó de continua a esporádica.
A finales de los 70, los análisis del Ministerio de Salud detectaron coliformes en el 40 % de las muestras, síntoma de un declive acelerado.
Paradójicamente, el puerto y la línea férrea —herencia directa de la bananera— siguieron activos para banano y otros productos menores; la incapacidad de sostener el acueducto mostró la desconexión entre renta aduanera y servicio público.
Sed desde Laguna Saladillo: la supervivencia antes de la Línea Noroeste.
Durante los años setenta, el otrora orgullo hidráulico de la Grenada Company se convirtió en una reliquia herrumbrosa que goteaba cada vez que el reloj marcaba medianoche.
Manzanillo bebía, literalmente, de una nostalgia que ya no respondía a reparaciones improvisadas: la tubería de ocho pulgadas que unía la laguna Saladilla con “El Cerro” era un cordón umbilical corroído por la sal, y cada fisura obligaba a suspender el servicio durante días.
En cada interrupción, la escena se repetía con metronómica crueldad: mujeres y escolares cruzando las calles y callejones con cubetas vacías, rumbo a cualquier lugar donde se encontrara el preciado líquido que, al amanecer, mostraba la iridiscencia del cloruro en la superficie.
El agua sabía a óxido y resignación, pero era lo único disponible.
El barómetro de la tragedia se disparó en 1983, cuando la sequía más intensa de la década vació la laguna Saladilla hasta dejar al descubierto antiguos troncos petrificados.
Los ingenieros de INAPA —con más fe que recursos— decretaron un “racionamiento solidario”: dos días de agua por semana, seis sin una gota.
El anuncio, hecho por altoparlantes en los sectores de Manzanillo, provocó un éxodo silencioso hacia la construcción de cisternas privadas, construidas sin estudios; en un mes, la conductividad se duplicó y los análisis bacterianos revelaron un cóctel de Escherichia coli y sales disueltas que convertía cada sorbo en una ruleta gastrointestinal.
Frente a la pasividad estatal, el Ayuntamiento ensayó soluciones de trinchera: repartió hipoclorito en botellas de ron recicladas y movilizó brigadas vecinales para desarmar, con llaves inglesas prestadas, los filtros de presión instalados cuarenta años antes.
Sin repuestos originales, las bombas gemelas de la estación funcionaban gracias a rodamientos de camiones Mack y lubricantes para motores de pesca.
Cada domingo, un mecánico voluntario afinaba los ejes a golpe de lima; a veces lograba dos días de operación continua, suficientes para llenar a medias el depósito y renovar la esperanza. La factura sanitaria no tardó en llegar.
El pequeño hospital —antiguamente de la compañía y ahora en manos del Estado— registró picos de gastroenteritis que desbordaron sus doce camas.
Las enfermeras, sin agua corriente en los lavabos, volvieron a hervir cubetas con resistencias eléctricas como en 1930, describiendo con amargura un viaje atrás en el tiempo: “Volvemos a encender hornillos para esterilizar jeringuillas”, confesaba la jefa de enfermeras a un diario nacional.
Así, mientras el país celebraba la modernidad eléctrica y la expansión turística, Manzanillo sobrevivía a base de baldes, hipoclorito y rezos, demostrando que la sequía más letal no es la climática, sino la sequía de voluntad política que condena a un pueblo a beber pasado industrial en lugar de futuro.
Población, demanda y cansancio hidráulico.
Los censos oficiales muestran 6,285 habitantes en 1970; proyecciones basadas en tasas provinciales sitúan la población en torno a 8,000 en 1980 y 9,100 en 2010.
Con una dotación estándar de 150 L diarios, la demanda pasó de 940 m³/día a 1,365 m³/día, mientras la oferta real nunca superó 800 m³/día.
La brecha se abrió justo cuando el viejo sistema entraba en decadencia; la crisis de suministro quedó servida. Detrás de los números hay un fenómeno demográfico: la migración interna atrajo obreros cañeros haitianos y comerciantes de la región y el país, elevando la densidad urbana sin expansión de redes.
Cada nueva vivienda se conectaba “al ramal más cercano”, aumentando la pérdida por conexiones empíricas.
El resultado fue una presión que caía a cero antes de medianoche y cisternas privadas que convertían las calles de la comunidad en una maraña de mangueras, evidenciando el agotamiento estructural del acueducto heredado.
La promesa de una tubería de 32 pulgadas: el acueducto ALINO y su espejismo.
Para escapar del cerco salino, se concibió en 1986 el Acueducto de la Línea Noroeste (ALINO): una conducción de 32 pulgadas y 107 km desde la presa de Monción hasta Dajabón, con un ramal hacia Manzanillo.
La obra se vendió como la solución definitiva: agua de montaña, clorada en planta moderna, capacidad suficiente para el crecimiento industrial.
Entre 1987 y 1993 se soldaron los tubos, pero nadie sustituyó la red urbana de fundición de los años 40 ni añadió tanques de reserva.
El alivio inicial se evaporó con las primeras fugas: medio siglo de corrosión empezó a drenar la presión nocturna.
El proyecto ignoró la topografía local: sin un regulador de cabecera, la presión diurna superaba los 6 bar y reventaba codos viejos; por la noche, cuando se cerraban válvulas en Dajabón, el caudal era insuficiente para llegar a los barrios altos.
ALINO terminó siendo un bypass caro: enviaba agua a granel, pero no resolvía la micrologística.
A los pocos años, Manzanillo comprobó que la tubería gigante necesitaba tanques intermedios y sectorización —etapas que nunca llegaron por recortes presupuestarios.
La década de los golpes: huracán, sequía y cisternas.
El 22 de septiembre de 1998, el huracán Georges tumbó un tramo crítico de ocho pulgadas en Copey; Manzanillo estuvo casi tres semanas sin suministro y se inauguró la costumbre del camión cisterna.
El pueblo se habituó, de la noche a la mañana, al sonido de las bocinas que anunciaban la llegada del agua a cuentagotas y a la fila de cubetas que serpenteaba por las calles polvorientas.
Aquella crisis meteorológica marcó un antes y un después: el agua dejó de considerarse un servicio público confiable y pasó a ser un bien de emergencia, gestionado entre prisas y botes de cloro donados por organizaciones humanitarias.
En 2003, otra sequía obligó a INAPA a girar válvulas: 24 horas de agua cada cuatro días.
Mientras el termómetro superaba los 38 grados, los altavoces municipales repasaban un calendario de distribución que pocas veces se cumplía.
Los barrios altos aprendieron a llenar tanques plásticos o resignarse a bañarse con cubeta; los barrios bajos, menos castigados por la topografía, se convirtieron en escenarios de peregrinación para quienes buscaban un chorro de presión aceptable.
La convivencia pacífica se tensó: en las madrugadas se oían discusiones por el derecho a conectar una manguera extra y los inspectores locales eran recibidos con recelo, acusados de cerrar llaves por favoritismo político.
Cada evento climático dejaba cicatrices sin reparar: las soldaduras de emergencia redujeron el diámetro útil y generaron bolsas de aire que provocan golpes de ariete hasta hoy.
Los operarios, sin planos actualizados de la red, abrían zanjas a ciegas, sustituyendo tramos centenarios con tubería de PVC más delgada que la original.
Ninguna de esas intervenciones incluyó válvulas de purga ni ventosas, de modo que cada tormenta posterior aumentó la posibilidad de una nueva fractura.
En los informes internos de INAPA, las alertas de “pérdidas estructurales” se acumularon sin respuesta presupuestaria, víctimas de la lógica del parche.
Las cisternas privadas comenzaron a incrementarse en menos de un lustro, marcando la privatización silenciosa del acceso.
Empresarios y políticos locales vieron una oportunidad de negocio donde la institución veía un problema y comenzaron a importar camiones de segunda mano desde Miami; los rotularon con nombres sonoros —“Aguas del Noroeste”, “H2O Urgente”— y los estacionaron frente a los colmados.
Cada viaje, pagado en efectivo, burlaba la tarifa oficial y consolidaba una economía gris que premiaba la escasez.
La frontera entre lo público y lo privado se disolvió: el mismo líquido que debía llegar por tubería pasó a venderse con margen de ganancia, reforzando la sensación de abandono estatal.
El costo social se disparó: una familia podía gastar hasta RD$ 1,200 mensuales en agua comprada —más que la tarifa eléctrica—, consolidando la paradoja de pagar dos veces por un servicio esencial.
Ese desembolso equivalía, para muchos hogares, al presupuesto de alimentos de una semana o al material escolar de todo un semestre.
Las mujeres empezaron a priorizar el agua para cocinar sobre la higiene personal; los niños se ausentaban de la escuela los días de reparto porque debían ayudar a cargar cubetas.
Así, la década trajo algo más que tuberías rotas: consagró la desigualdad líquida, una brecha que todavía hoy divide a Manzanillo entre quienes pueden comprar agua y quienes sobreviven con lo que el cielo o la suerte les concede.
Tanques que revientan y válvulas que estrangulan: la era de las raciones desde Dajabón.
El ramal que alimenta a Manzanillo se controla desde la oficina de INAPA en Dajabón; allí se decide cuánto caudal entra en la derivación.
Con su propia ciudad en crecimiento, los operadores priorizan “aguas arriba” y abren la llave hacia Manzanillo solo cuando la presión lo permite. La comunidad lo llama “estrangulamiento técnico”: un día de agua, seis de espera.
Ese poder de grifo —monopolizado por la oficina provincial de INAPA— se ejerce físicamente en Copey, donde una simple palanca determina si el agua viaja nueve kilómetros más hasta la bahía o continúa completa a irrigar avenidas recién asfaltadas en Dajabón.
El resultado es un apartheid hidráulico: la provincia con dos sistemas de abastecimiento regula el flujo del único ramal que llega a un municipio fronterizo sin fuentes propias. Cada vez que falta presión, la orden es cerrar la derivación; nunca al revés.
Las actas de reunión de la Mesa de Agua 2014 revelan que Dajabón dispone de dos fuentes alternativas y aun así recibe el doble de caudal per cápita que Manzanillo. Ningún memorando explica la priorización; es, sencillamente, poder hidráulico.
En los correos internos —filtrados durante la crisis de 2021— se lee la frase “primero asegurar la cabecera”; la cabecera, claro, es la ciudad donde están los despachos, no la comunidad costera que soporta el turismo industrial sin duchas.
El desequilibrio se palpa en el paisaje: mientras los jardines de hoteles en Dajabón muestran césped raso y aspersores girando al atardecer, los patios de Manzanillo se llenan de bidones azules alineados como soldados sedientos.
La ecuación es grotesca: una válvula cerrada en Copey significa que un niño no podrá lavarse las manos en la escuela, pero permitirá que en hoteles, casas de potentados, luzcan verdes para el visitante que nunca sabrá de la sequía ajena.
El esquema perpetúa desigualdades: mientras hoteles de Dajabón presumen riego ornamental, escolares de Manzanillo cargan cubos antes del amanecer para poder lavarse las manos en la escuela.
La paradoja se agrava con cada excusa técnica: si la presión baja, se pide paciencia; si la bomba falla, se culpa al presupuesto.
Lo que nadie admite es que la sed de Manzanillo nace, sobre todo, de una decisión política diaria: girar la manivela en Copey hacia un lado u otro.